domingo, 28 de febrero de 2010

SHUTTER ISLAND


Por fin llegó la última producción del fantástico Scorsese, ese director que en sus últimas producciones ha perdido el pulso de la carrera que le ha convertido en un clásico incontestable, con la mayor producción de obras maestras en un solo hombre desde Wilder. Y es que su asociación con DiCaprio, desde mi punto de vista por cuestiones puramente de estrategia comercial, ha encontrado una nueva etapa en su cine, que afortunadamente avanza hacia una mejor puerto que como empezó. El aviador, Infiltrados, Gangs of New York, son películas ambiciosa que se quedaron en un quiero y no puedo, y que ahora encuentran una pequeña redención en otra obra menor, pero por encima de las tres producciones precedentes.

Y es que esta isla ha conseguido imágenes francamente desconcertantes, y eso es parte del alimento del cine. Imágenes que se quedan en el imaginario colectivo y que sirvan de referencia a los cinéfilos de futuras generaciones, igual que los clásicos lo son para el director de origen ítaloamericano. Tal vez la diferencia entre su “nuevo cine” y el “antiguo”, es el empeño en adaptar encargos, y la lejanía psicológica con los personajes. Se echan de menos aquellas interpretaciones de DeNiro, pero también el mundo que envolvía a los antihéroes que les hacia cercanos y viejos conocidos. El talento del escritor Lehane es obvio y se ha convertido en el referente de cabecera del cine negro y policiaco. Las tramas son densas y las atmósferas inquietantes, sus personajes solventes y creíbles aunando el clásico detective con las nuevas tendencias literarias, incluso la adaptación mediana (que no mediocre) del desconocido Laeta Kodogridis encaja en el último cine del director, a pesar de meterse más en harina en el subgénero policiaco con cierto aire a serie B. Aun así sale bastante bien parado a pesar de los bajones de ritmo que sufre el metraje, y la falta de mano de Scorsese para manejar el suspense que debería acompañar a la tensión dramática.

Y es que el director se mueve bien en la distancia corta del drama, y se nota su pasión por el cine de género, pero en las partes que debería mandar el suspense nos quedamos sólo con la inquietud y desasosiego del policía que va perdiendo su identidad. Esa parte en la que el espectador debe sentir que su propia estabilidad psicológica se tambalea y pierde la noción de la realidad está solo conseguida a medias, pero hay que reconocer que es aquí donde obtiene las mejores imágenes. Me quedo con alguna de las secuencias oníricas con su mujer fallecida, a pesar de que los flash-backs centrales ralentizan una película ya de por si larga (casi dos horas y media), pero me atrapan los saltos en la línea argumental injustificados como la bajada del desfiladero (alucinación y realidad se confunden), con la secuencia de las ratas y el personaje guía, casi fantasma de la imaginación del protagonista que nos explica que todo lo que pasara será fruto de la manipulación de nuestra mente. Me quedo con la sensación de angustia que planea todo el film, con los personajes manipuladores y cerrados fantásticamente interpretados (aunque no desarrollados) de Ruffalo, pero sobre todo con Kingley y el posible nazi Von Sydow. Me quedo con el giro que supone la vuelta de tuerca del plan de Dicaprio-Daniels que le convierte de golpe de verdugo a víctima atrapada. Me quedo con un desenlace que hace concesiones al espectador-lector y termina con la impresión que todo es un plan maestro, en vez de dejar el desasosiego que produce ser víctimas de nuestros propios pecados (por cierto que el director introduce la culpa como base del desequilibrio del protagonista, responsable indirecto de la muerte de su mujer (indirectamente primero, y directamente en el nuevo destino)

La tortura sicológica de los nuevos personajes de Scorsese se mueve en la delicada línea de la credibilidad, y en esta ocasión la balanza se decanta por un buen desarrollo, lo que demuestra la evolución de un DiCaprio que crece con los años, aunque todavía le falta acumular experiencia para darles el peso de su predecesor en el cargo, que curiosamente ha tomado el camino inverso. Una película para ver al menos dos veces y apreciar los detalles éticos y estéticos de esta Shutter Island.

Víctor Gualda.

miércoles, 17 de febrero de 2010

INVICTUS


Me resulta difícil valorar esta película que en su estructura narrativa resulta tan poco convencional. No se trata de un biopic al uso en el que seguimos la biografía del personaje y debemos entender como las pequeñas anécdotas secuenciadas forjan el carácter de un personaje histórico. En el caso de Invictus, partimos de la base de que el espectador en mayor o menor medida sabe algo de Mandela. Por si acaso, y sin entrar demasiado en rasgos personales, unas secuencias semidocumentales nos explican el proceso que lleva desde la salida de la cárcel, pasando por las elecciones que le convierten en presidente de Sudáfrica y su obsesión por integrar a negros y blancos para sacar el país adelante social y económicamente. Hay que dejar atrás el apartheid, y la imagen es tan importante como la intención.

Es aquí donde entra el deporte a formar parte de la estrategia política. El equipo de rugby de Sudáfrica, compuesto casi en su totalidad por blancos esta sufriendo una crisis, y los detractores negros pretenden eliminarlo. A fin de cuentas un nuevo orden preside el país y la revancha sobrevuela en el ambiente. Matt Damon interpreta a Francois Peinar, capital del equipo, un blanco pintado como integrador, que se convierte en cómplice de las aspiraciones del presidente, que no son otras que las de convertir al equipo en un símbolo de la reunificación del país. Una bandera a la que seguir en el futuro campeonato que se celebrará en Sudáfrica.

Sin extenderme en el argumento, Eastwood combina a la perfección dentro de una trama adaptación del libro de John Carlin “El factor humano”, que no está novelado, y dota de estructura cinematográfica para que entendamos que Mandela es un hombre de estado. Personaje positivo sin doblez, igual que el capitán del equipo, entienden que no hace falta dar peso a las personalidades si no es con una función de que la trama/historia avance. Sólo unas pinceladas siempre positivas, para mitificar al personaje ya mítico por sus acciones. Mandela es conciliador, trabajador hasta la extenuación, comprometido, carente de rencor pero con mano firme, y porque no, manipulador (curioso que en el rostro de Morgan Freeman hasta esta peculiaridad se convierta en algo positivo).

Es entonces cuando pasamos a lo que siempre acabamos criticando en este blog de las películas de Eastwood. Para llevar a cabo sus planes, necesita al hombre blanco salvador mesiánico, que tiene en su mano el futuro para salvar “la humanidad”. Tal vez con carisma, pero sin ningún rasgo de duda, el capitán toma el relevo para cumplir su misión. No se cuestiona su labor, no importa enfrentarse a los suyos. Tiene una misión que cumplir y lo hará pese a quien pese. Para mostrar la dualidad, el recurso favorito de Eastwood, luchar contra las convenciones morales de la familia, el suave antagonista cercano que aprieta pero no ahoga.

Con todos los elementos sobre la mesa, y pese a la ambigüedad de las relaciones entre protagonistas, unas secuencias para ablandar corazones pétreos. La celda real donde Mandela pasó cerca de treinta años, alguna frase maniquea para ensalzar la emotividad, y último bloque imprescindible para dotar del mayor heroísmo posible. El campeonato lleva al equipo de Sudáfrica a la final contra el equipo neocelandés. La realidad se apodera de la ficción, ya no hay especulaciones y es en el campo donde nacen los mitos. Es entonces cuando Eastwood acerca la cámara más. El espectador debe sentir que el barro le ensucia. Dos horas y media para alcanzar el éxtasis tan complicado de transmitir. Da igual que te horrorice el rugby. Es un deporte de contacto físico, una batalla en el campo que sólo puede ganar uno, y que servirá de escaparate mundial para trasladar a otra orbita algo que muchas veces está politizado pero que en este caso y en muchos otros une. El deporte.

Me quedan las dudas de si la historia ocurrió así, o fue al contrario, Mandela tal vez vio la oportunidad cuando la cosa se estaba fraguando, desde luego resulta una jugada maestra que extraña por la falta de ambivalencia de los personajes. Me resulta inaudito que personajes reales no tengan defectos. Me paso con Harvey Milk, y me vuelve a pasar ahora. Lo que si es cierto, es que la asociación de Eastwood con Freeman vuelve a dar resultado. Atención además al acento de este Mandela que se convierte en Freeman, muy trabajado y que junto a ese carisma tranquilo que desprende, le vale la nominación a los Oscar

Víctor Gualda

viernes, 12 de febrero de 2010

AFTER

En honor a la verdad, hay poco que objetar a esta película que sorprendentemente se ciñe a la perfección a un guión de Rafael Cobos más sustentado en la forma que en el fondo, pero perfectamente válido y desde luego llevado con muy buen pulso por Alberto Rodríguez. Otra cosa será que el tema: La soledad a través de personajes que presuntamente no lo están, como reflejo de la sociedad demasiado volcada hacia el exterior y poco dada a cultivar el interior, tal vez esté llevado al extremo. Para mí, fallo de una película por lo demás más que correcta a nivel formal, y fantástica en sus interpretaciones.

Lo primero que hay que destacar de la cinta, es la estructura. Tres personajes: Julio (Guillermo Toledo), Manuel (Tristan Ulloa) y Ana (Blanca Romero) amigos y con vidas y ocupaciones independientes, que se reúnen presuntamente cada cierto tiempo para irse de fiesta, y no perder aquella capacidad de aislarse de los problemas diarios desfasando y buscando una adolescencia que nunca volverá. No es ningún disparate, es un reflejo sino general, si habitual. Con cuarenta años todavía eres joven, y las salidas dislocadas hacen que olvidemos los problemas diarios. Pues bien, el guión trata el tema desde tres puntos de vista diferentes, con situaciones vitales diferentes (recurso fundamental y acierto de la cinta). Lo hace de una forma sencilla y efectiva; crédito con el nombre del prota, y sobre una línea temporal que abarca prácticamente una noche, cada uno, y con ellos el espectador, vive la noche de fiesta de manera diferente. El espectador será el que decida cual es la situación más próxima a la realidad, ya que más allá de la mera repetición (que también) hay pequeñas variaciones dentro de la misma situación. Un acierto de estructura; sencilla, pero bien trabajada.

La otra característica sobre la que se sustenta la película, además de los lógicos conflictos entre los personajes, que sirven al tiempo para definir sus miedos o sus necesidades, es la fantástica interpretación de (sobre todo) un Guillermo Toledo que sencillamente está brutal. Es fácil pensar que interpretar un personaje pedo es fácil, pero Tristán Ulloa y también Blanca Romero están magistrales. He visto mucha gente puesta hasta las cejas en la calle, y lo que veía en la pantalla no desmerece y un ápice la realidad. La cara abotargada, los movimientos imprecisos, la forma de hablar, la continuidad entre los planos grabados algunos en momentos diferentes. Sinceramente me quito el sombrero ante papeles que no están suficientemente valorados porque tienen un arco interpretativo corto y poca evolución dramática, pero ayudados por las situaciones con las que se complementa cada trama, entendemos las actitudes y refuerzan la interpretación. No quiero olvidarme de Blanca (nominada a actriz revelación). No está al nivel de ellos, porque sus angustias están menos desarrolladas con situaciones concretas, y casi siempre relacionadas con Ulloa (subtrama del perro, subtrama personal con Tristán) y en menor mediada con Toledo, pero en ningún momento desentona, y brilla en alguna ocasión por encima de sus compañeros. Si no se vuelve loca (me refiero a que se crea mejor de los que es y estanque su evolución), estamos ante una actriz que nos dará muchas alegrías en el futuro.

Lo que si es cierto, es que el director Alberto Rodríguez no da opciones a los personajes. No da la opción de la esperanza, ni siquiera conforma al espectador con un plano en el que todo vuelva a la normalidad, en vez de eso aparca la película con la secuencia “caliente” como clímax, y un bajón considerable como desenlace y eso deja un desazón difícil de suplir. Necesitamos pensar que después de esa noche todo volverá a la normalidad y que hay esperanza de que cada personaje redima sus carencias, y mejor si es con un plano de los tres juntos… que resultaría igual de valido, con el mensaje claro, pero como en la vida real, con la idea de que la vida sigue y el fin de semana siguiente habrá una nueva falsa esperanza de recuperar lo perdido con los años.

Víctor Gualda.