Stransky - Le enseñare como lucha un oficial prusiano.
Steiner -…Y yo le enseñare dónde crecen las cruces de hierro.
Recién estrenados en Cannes los malditos bastardos de Tarantino. Ahora que se multiplicarán las películas bélicas, es necesario revindicar una obra maestra. Y es que este maestro del cine de género que es Sam Peckinpah, especializado en perdedores, da en “La cruz de Hierro” una magistral clase con esta película en la que se alternan las secuencias narrativas y su personal forma de rodar las secuencias de acción. Un tanto olvidado en la actualidad, Peckinpah abrió las puertas de la modernidad en el lenguaje de cine de acción, con sus montajes picados y sus ralentizados característicos, con la violencia como trasfondo de su obra.
Para su pandilla de perdedores, Peckinpah se pone del lado de los nazis, aunque sería más correcto decir alemanes, pues estos bastardos no creen en la patria ni en la ideología. Son soldados que cumplen con su obligación a pesar de saber que todo está perdido. Eso le da un encanto especial a la película, acostumbrados como estamos a que los alemanes estén planteados como meros muñecos despersonalizados que siguen ciegamente a un líder. El director los convierte en hombres con sentimientos y personalidad, iguales a los del bando aliado. Los antihéroes están dirigidos por el cabo Steiner (James Coburn) un soldado carismático que cree en la justicia, y que se enfrenta al enemigo sea del bando ruso en las trincheras (nunca la hubiese podido dirigir si el enemigo fuesen los americanos), o del alemán en los “despachos”. Y es que en el trasfondo de la película se observa con facilidad la lucha de clases entre Steiner (Coburn) y su antagonista Stranski (Maximilian Schell) un oficial prusiano con ansias de la gloria que representa la simbólica cruz de hierro (que tiene su origen además en el ejército prusiano).
A lo largo del metraje el tema de la diferencia de clase está continuamente presente. A través del antagonismo de los protagonistas, así como en el genial bloque que de desarrolla en el hospital en el que es internado Steiner-Coburn después de ser herido. La llegada de los mandos para ver a los internos mutilados por la guerra, y la orden de introducir la carne y el vino para que sólo los oficiales la disfruten, mientras los heridos se tienen que conformar con las verduras, produce la reacción violenta ante la injusticia del mermado Coburn, y el desfase entre los heridos que pelean por la migajas. Pero igualmente memorable es la secuencia en la que el coronel le exige que diga si Stransky dirigió una contraofensiva que supondría la famosa cruz. Maravilloso Coburn escupiéndole a la cara que los mandos y el uniforme le dan asco, porque en la guerra sólo el valor y no los galones les hacen diferentes. Así Coburn representa al antihéroe por excelencia. Un soldado que corre tras la muerte porque no cree en los rangos. Un soldado que salva a un adolescente, que deja que un grupo de mujeres le den su merecido a un oficial amoral en un granero, o que en uno de los mejores finales grabados jamás, después de pasar las líneas enemigas y ser disparado por las propias, da una lección de pundonor y venganza al más puro estilo del western clásico (fantástico el plano contrapicado en el que Coburn refleja el odio y la incomprensión, con el humo de las bombas cubriendo el cielo), para dar lugar al épico desenlace con el que comenzábamos la crítica.
Una fantástica cinta con muchos puntos en común con la otra obra maestra del director “Grupo Salvaje” que una vez más tiene como tema central de la trayectoria de Peckinpah la violencia incontrolada, o más bien, los atisbos de humanidad dentro de la violencia, entendida esta como un rasgo muy humano. Espectaculares secuencias de acción y destrucción con bombas, tanques, muertos con sangre a borbotones y como anunciaba al comienzo a pesar del escaso presupuesto. Los subrayados en forma de ralentizado en las secuencias más espectaculares. Pinceladas de carácter que humanizan a los personajes principales atrapados en una espiral de la que primero no pueden (fantástica la secuencia subtextual gay de la película) y luego cuando pueden no quieren escapar, porque no les queda otra cosa que una guerra irracional.
Víctor Gualda.
Steiner -…Y yo le enseñare dónde crecen las cruces de hierro.
Recién estrenados en Cannes los malditos bastardos de Tarantino. Ahora que se multiplicarán las películas bélicas, es necesario revindicar una obra maestra. Y es que este maestro del cine de género que es Sam Peckinpah, especializado en perdedores, da en “La cruz de Hierro” una magistral clase con esta película en la que se alternan las secuencias narrativas y su personal forma de rodar las secuencias de acción. Un tanto olvidado en la actualidad, Peckinpah abrió las puertas de la modernidad en el lenguaje de cine de acción, con sus montajes picados y sus ralentizados característicos, con la violencia como trasfondo de su obra.
Para su pandilla de perdedores, Peckinpah se pone del lado de los nazis, aunque sería más correcto decir alemanes, pues estos bastardos no creen en la patria ni en la ideología. Son soldados que cumplen con su obligación a pesar de saber que todo está perdido. Eso le da un encanto especial a la película, acostumbrados como estamos a que los alemanes estén planteados como meros muñecos despersonalizados que siguen ciegamente a un líder. El director los convierte en hombres con sentimientos y personalidad, iguales a los del bando aliado. Los antihéroes están dirigidos por el cabo Steiner (James Coburn) un soldado carismático que cree en la justicia, y que se enfrenta al enemigo sea del bando ruso en las trincheras (nunca la hubiese podido dirigir si el enemigo fuesen los americanos), o del alemán en los “despachos”. Y es que en el trasfondo de la película se observa con facilidad la lucha de clases entre Steiner (Coburn) y su antagonista Stranski (Maximilian Schell) un oficial prusiano con ansias de la gloria que representa la simbólica cruz de hierro (que tiene su origen además en el ejército prusiano).
A lo largo del metraje el tema de la diferencia de clase está continuamente presente. A través del antagonismo de los protagonistas, así como en el genial bloque que de desarrolla en el hospital en el que es internado Steiner-Coburn después de ser herido. La llegada de los mandos para ver a los internos mutilados por la guerra, y la orden de introducir la carne y el vino para que sólo los oficiales la disfruten, mientras los heridos se tienen que conformar con las verduras, produce la reacción violenta ante la injusticia del mermado Coburn, y el desfase entre los heridos que pelean por la migajas. Pero igualmente memorable es la secuencia en la que el coronel le exige que diga si Stransky dirigió una contraofensiva que supondría la famosa cruz. Maravilloso Coburn escupiéndole a la cara que los mandos y el uniforme le dan asco, porque en la guerra sólo el valor y no los galones les hacen diferentes. Así Coburn representa al antihéroe por excelencia. Un soldado que corre tras la muerte porque no cree en los rangos. Un soldado que salva a un adolescente, que deja que un grupo de mujeres le den su merecido a un oficial amoral en un granero, o que en uno de los mejores finales grabados jamás, después de pasar las líneas enemigas y ser disparado por las propias, da una lección de pundonor y venganza al más puro estilo del western clásico (fantástico el plano contrapicado en el que Coburn refleja el odio y la incomprensión, con el humo de las bombas cubriendo el cielo), para dar lugar al épico desenlace con el que comenzábamos la crítica.
Una fantástica cinta con muchos puntos en común con la otra obra maestra del director “Grupo Salvaje” que una vez más tiene como tema central de la trayectoria de Peckinpah la violencia incontrolada, o más bien, los atisbos de humanidad dentro de la violencia, entendida esta como un rasgo muy humano. Espectaculares secuencias de acción y destrucción con bombas, tanques, muertos con sangre a borbotones y como anunciaba al comienzo a pesar del escaso presupuesto. Los subrayados en forma de ralentizado en las secuencias más espectaculares. Pinceladas de carácter que humanizan a los personajes principales atrapados en una espiral de la que primero no pueden (fantástica la secuencia subtextual gay de la película) y luego cuando pueden no quieren escapar, porque no les queda otra cosa que una guerra irracional.
Víctor Gualda.