domingo, 12 de agosto de 2007

EL AMANTE DEL AMOR


“Las piernas de las mujeres son el compás que otorga al mundo su armonía y equilibrio”.
Así piensa Bertrand, el hombre que amaba a las mujeres,y bien podría ser su epitafio.Tanto como el de François Truffaut, con su cine hedonista y ligero, en el que siempre habló de sí y de lo que le rodeaba.Esta sinceridad, de la que se apropió la Nouvelle Vague, la definió perfectamente Godard en una de sus múltiples boutades-sentencias:“yo de niño era muy fantasioso.Mis padres me decían que dejase de contar historias.Ahora que quiero decir la verdad, me piden que cuente una historia”.
Godard hace tiempo que perdió el camino, y así se lo hizo ver un fan desairado cuando le estampó una tarta en la cara:solicitud de una vuelta a los orígenes, al cine de feria, a la ligereza del splastick.Acción poética, arte para sanar.
Si empleamos el tópico, la gravedad arrasó a Godard(sólo así podemos entender sus desaires a Anna Karina), Truffaut siempre hizo gala de la “jour de vivre”.
Truffaut amó más la vida que el cine, y la estrujó tanto como un niño soba una postalilla.En su cine siempre surgen la infancia, el cine, los libros y las mujeres, sus grandes pasiones, y a cada una de ellas rindió una película(“Los 400 golpes” o “El pequeño salvaje”, “La noche americana”, “Fahrenheit 451”, “El hombre que amaba a las mujeres”).
Siguiendo la estrategia narrativa de grandes clásicos como “Cautivos del mal” o “La condesa descalza”, “El hombre que amaba a las mujeres” comienza donde todo acaba, en un cementerio, en el entierro de Bertrand(protagonista y alter ego del director), al que sólo acuden mujeres, se presume amantes del muerto.
Si en “Cautivos del mal” y “La condesa descalza” otros narran su relación con el personaje central, en la película que nos ocupa es un relato en primera persona (como en “El crepúsculo de los dioses”), una lectura de sus memorias (a diferencia del filme de Wilder, en la que narra ya muerto un mediocre guionista, Bertrand dejó testimonio en papel couché).Su autobiografía relata sus relaciones con el sexo opuesto, de una manera fría pero apasionada, frívola pero esencial.Los últimos coletazos de un hedonista que entiende a las mujeres y éstas saben de que pié cojea,antídoto para la decepción.No es un Casanova ni un Don Juan, y le dá la vuelta al dicho siciliano, pues “todas la mujeres son unas santas, y mi madre, una puta”.
Así, en esta maravillosa película de portentoso guión se rinde homenaje a las mujeres.No es un tratado sobre las relaciones entre sexos ni un recetario para los coleccionistas de calabazas o para los que no salen ni a tirar la basura.Es más una crónica de una manera de vivir, una guía o muestrario de que en cualquier mujer se esconde un misterio o un atractivo, en el placer de escuchar el roce de unas medias de seda, la brisa de una falda, la presión de un escote o en la inteligencia de una mirada.
En toda la película asistimos a un gran desfile:mujeres de todo tipo y condición.Algunas son relaciones fugaces y otras más duraderas.No hay morbo, sino un gran sentido de la frivolidad y del humor, como su relación con la telefonista “Aurora”, que le llama todos los días a las 7 para despertarle, o en su elegancia para atajar los fracasos, que los tiene.
Y volvemos al principio de todo ésto:el fin de Bertrand, su sepelio.
Aquí se cumple su última voluntad, pues si para ver la tumba de Napoleón hay que inclinarse, Bertrand, ceniza sobre la ceniza, asiste post-morten y bajo el nivel del mar, a un desfile de piernas, aquellas que acompasaron su caprichosa existencia.
Zero en conducta

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